El día en que triunfó la rebelión de Tupac Amaru II
Conjetura contrafáctica a partir del formidable “The Tupac Amaru Rebellion” (2014), del historiador estadounidense Charles Walker.
En el libro Contrahistoria del Perú (2012), que reúne una serie de ensayos contrafácticos relacionados con la historia política peruana, el historiador Charles Walker hace un ejercicio interesante. En su breve artículo “Si Tupac Amaru hubiese tomado el Cuzco”, imagina qué habría pasado si, después de la victoria de Sangarará, José Gabriel Condorcanqui no hubiera cercado al Cuzco y, en lugar de ello, hubiera atacado e invadido la ciudad imperial el 4 de enero, dos meses después de iniciada su rebelión -que comenzó oficialmente con la captura del corregidor Arriaga el 4 de noviembre de 1780.
Esta especulación contrafáctica toca carne porque existe cierto consenso entre los historiadores en considerar el fallido cerco del Cuzco y las reticencias de Tupac Amaru a tomar la ciudad imperial por la fuerza como el punto de inflexión que decidió el destino del rebelde. Poco tiempo después del cerco frustrado llegarían los refuerzos de Lima que, después de vencer en varias escaramuzas a los insurgentes afincados en los alrededores del Cuzco, provocarían su desbandada. Tupac Amaru y Micaela Bastidas serían capturados a inicios de abril de 1781 y, después de un juicio sumario, sentenciados y ejecutados el 18 de mayo de ese mismo año.
En el mundo alternativo imaginado por Walker, Tupac Amaru y Micaela Bastidas, en lugar de limitarse a hacer el cerco del Cuzco a la espera de una rendición, atacan y toman la ciudad. Durante las seis semanas que permanecen en ella, abolen la mita y el reparto de mercancías, eliminan la alcabala –o impuesto a las ventas-, acaban con el cargo de corregidor y establecen un único tributo para todos los indígenas, reivindicaciones que formaban parte de la plataforma defendida por José Gabriel Condorcanqui en su rebelión del mundo real. Al mismo tiempo, el Tupac Amaru y la Micaela Bastidas imaginados por Walker negocian con las autoridades políticas y eclesiásticas criollas y españolas del Cuzco, las cuales no tienen más remedio que reconocerlos como nuevos detentores del poder. Y establecen alianzas estratégicas con ellos -que saben provisionales e hipócritas pero indispensables- y obtienen de sus nuevos “aliados” pertrechos y ganado, con que alimentan a sus tropas, se restablecen de los trajines de la campaña y se arropan para lo que vendrá.
Sabedores de que pronto llegarán milicias realistas reclutadas entre Lima y el Cuzco, Tupac Amaru y Micaela Bastidas deben tomar una decisión, si atacar las milicias que vienen en camino, quedarse en la antigua capital de los Incas y resistir el embate, o abandonar la ciudad. Después de hacer un balance pormenorizado de lo que ganarían y perderían con cada una de estas opciones de acción, Tupac Amaru y Micaela Bastidas se decantan por la última. Y parten hacia el sur, donde saben que cuentan con una base sólida, sobre todo en los alrededores del lago Titicaca, y donde planean establecer una alianza con el líder aymara Tupac Katari, que se ha levantado en la zona del Collao en Bolivia y tiene sitiada la ciudad de La Paz, una alianza que se anuncia auspiciosa.
Cuando los realistas encargados de sofocar la rebelión Areche y Del Valle llegan al Cuzco el 24 de febrero, comprueban que, a pesar de la partida del Cuzco de los líderes de la rebelión, esta ha tenido un efecto psicológico importante en la población indígena. Se dan cuenta que es falsa la sumisión con que se les trata, que hay risitas detrás de las venias, sorna después de las reverencias. El artículo especulativo termina con Areche y Del Valle recibiendo los informes aterrorizados de los realistas que retornan al Cuzco después de sus andanzas por el sur y el altiplano. Informes en los que dan cuenta de que la fuerza rebelde cuenta ahora con 80,000 indígenas y sigue creciendo. El final del artículo es abierto, aunque se da a entender que la debacle realista es inminente y quizá irreversible para el régimen colonial español en Sudamérica.
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Es imposible contradecir una especulación contrafáctica pues es por definición indemostrable. Ahora bien, se puede decir sin temor a equivocarse que algunos contrafácticos son más probables que otros, en la medida en que sus desenlaces alternativos dependen de elementos más fortuitos. Y eso es lo que quisiera hacer aquí: señalar que el contrafáctico de Walker que he intentado parafrasear tuvo muy pocas posibilidades de tener lugar, pues hubo circunstancias de fondo relacionadas con el carácter mismo de la rebelión y de su líder que impedían que Tupac Amaru tomara el Cuzco por la fuerza. Para ello, recurriré al flamante The Tupac Amaru Rebellion (2014), el formidable recuento histórico de la sublevación de Tupac Amaru escrito por… Charles Walker.
The Tupac Amaru Rebellion es no solo un extraordinario ejercicio de equilibrismo entre el buen pulso narrativo y el rigor histórico. Es un logradísimo ejercicio de empatía histórica. Es visible el esfuerzo de su autor por ponerse en el lugar de cada uno de los protagonistas y antagonistas de la rebelión, y proporcionar al lector no necesariamente especializado elementos para situarlos y comprenderlos en su contexto. El Tupac Amaru que surge de sus páginas es un hombre profundamente religioso, con una sólida formación jesuita -es decir una educación clásica con énfasis en los valores cristianos, sobre todo el de justicia. Un hombre elegante, refinado, educado para mandar, con regusto por la expresión por escrito, que dominaba el quechua, el español y el latín, con un acendrado sentido de sus raíces históricas -había leído al derecho y al revés Los Comentarios Reales del Inca Garcilaso de la Vega-, pero respetuoso del rey español, al que decía supeditarse sin reserva. Un hombre preocupado por cómo las reformas borbónicas -una serie de medidas que aumentaban los impuestos y las exigencias laborales a los indígenas, al mismo tiempo que limitaban su autonomía- estaban afectando sus propios intereses de curaca y comerciante, pero genuinamente conmovido, tanto como indígena como cristiano, por los horribles estragos de estas reformas en la población indígena, con la que estaba en contacto permanente. Un curaca que trató infructuosamente de obtener un título nobiliario –el marquesado de Oropesa- no solo para ascender socialmente sino también con miras a obtener autoridad política necesaria para efectuar ciertos cambios que consideraba indispensables e impostergables en el orden colonial vigente.
Todo esto para decir que Tupac Amaru probó todos los medios pacíficos que estaban a su alcance para modificar el estado de cosas, antes de recurrir a la violencia. Y, cuando tuvo que apelar a esta, lo hizo con pulso quirúrgico, tratando –no siempre con éxito- de depurarla de todo sentido de venganza étnica o de clase, dado el carácter inclusivo y no excluyente que pretendía imprimirle al movimiento. En este tenían cabida no solo los indígenas víctimas de las nuevas reformas. También los criollos y españoles insatisfechos o indignados con ellas, a quienes consideraba sus aliados y a quienes defendía de los ataques de los indígenas bajo su mando, pues –insistía una y otra vez- ellos no eran el enemigo. El adversario, a sus ojos, eran los criollos y españoles que no abrazaban como injusticias las tropelías cometidas contra los indios, y las autoridades políticas que implementaban las nuevas reformas borbónicas, especialmente los corregidores, especialmente los abusivos, a los que no dudó en hacer juzgar y ejecutar.
Lo mismo hizo Tupac Amaru con los miembros del clero. Trató de obtener su apoyo y en algunos casos lo logró, pero fracasó con la más alta autoridad de la Iglesia con la que tuvo que lidiar, el obispo del Cuzco Manuel Moscoso y Peralta, quien no solo se negó a darle su espaldarazo sino que lo enfrentó con todas las armas que tuvo, sobre todo la excomunión a los principales líderes de la rebelión. Lo que me interesa señalar aquí es que, en lugar de tomar represalia contra los sacerdotes que, siguiendo las directivas de Moscoso y Peralta, se habían quedado en sus iglesias y hacían abierta campaña en su contra, Tupac Amaru insistió en respetar y hacer respetar sus vidas. Antes que instigar la violencia contra ellos, el líder insurgente trató de contenerla todo lo que pudo. Incluso en la famosa batalla de Sangarará, donde, tal como Walker muestra, la mayoría de las muertes no se debió al salvajismo de los rebeldes, como los españoles lo quisieron pintar, sino a un incendio ocurrido en la iglesia en que se refugiaban los realistas, y ocasionado por ellos mismos. Es importante señalar que Tupac Amaru les había ofrecido al cura, a las mujeres y a los criollos refugiados en la iglesia la posibilidad de que salieran de ella indemnes. Y que no lo hicieron porque el jefe de la milicia realista se lo impidió. Como la iglesia servía también como depósito de pólvora, los resultados fueron predecibles al producirse un incendio en su interior.
Con estos antecedentes, no sorprende que, a pesar de haber cercado la ciudad a fines de diciembre de 1780 e inicios de enero de 1781, tuviera serios escrúpulos en tomarla por la fuerza. Los realistas habían colocado en la primera línea de defensa a indígenas afincados en el Cuzco y alrededores que no eran simpatizantes del movimiento. Tupac Amaru evitaba en la medida de lo posible mancharse las manos con sangre indígena -algo que habría sido inevitable si hubiera atacado la ciudad-, por más que estos indígenas no escucharan sus razonamientos, algo que antes que enojarlo parecía sumirlo en un estado de estupefacción. Una muestra de su reticencia a tomar la ciudad a sangre y fuego es, por ejemplo, una de las numerosas cartas que escribió al visitador Areche en el marco de las negociaciones que ambos mantenían para acabar con el cerco. En ella, Tupac Amaru indicó que, aunque era consciente de que se trataba de un enfrentamiento entre David y Goliat, quería evitar seguir los ejemplos del emperador Vespasiano y su hijo Tito en el sitio de Jerusalén del año 70 d.C. Es decir, no quería saquear, ni arrasar, ni destruir los templos de la ciudad, tal como ocurrió durante la devastadora invasión que culminó con la destrucción del Templo de Jerusalén, un evento que la comunidad judía recuerda hasta el día de hoy.
Hay que decirlo. Una de las cosas que a primera vista desconcierta al lector de The Tupac Amaru Rebellion es constatar la gran cantidad de tiempo que invertía el líder indígena en escribirse con sus oponentes. Algunos historiadores se preguntan –siempre entre líneas: por lo general son muy respetuosos con el insurgente- si Tupac Amaru no tuvo serios problemas de reactividad durante toda la rebelión. Es cierto que José Gabriel Condorcanqui no solo era solo un hombre de acción sino también y sobre todo de visión. Y por ello desplegaba continuos esfuerzos no solo en llevar a cabo su alzamiento sino en articular y explicar su plataforma reivindicativa, que era recibida con suspicacia o abiertamente tergiversada por la contrapropaganda realista a la que tenía que hacer frente. Sin embargo ¿cómo explicar que pasara tanto tiempo escribiendo en momentos críticos?
Peor aún ¿por qué parece cometer errores de decisión importantes en momentos álgidos? ¿Por qué, por ejemplo, en lugar de sitiar el Cuzco a fines de diciembre de 1780, cuando tenía todas las de ganar, no lo hizo inmediatamente después de la batalla de Sangarará, a mediados de noviembre, más de un mes antes, cuando ni siquiera se había organizado una respuesta militar a su alzamiento y se habría evitado con seguridad el baño de sangre que Tupac Amaru temía? ¿Por qué, cuando la corriente parecía ir en su favor y los realistas tenían incluso la moral baja, decidió, en lugar de cercar y tomar el Cuzco, ir al altiplano, a los alrededores del lago Titicaca?
The Tupac Amaru Rebellion sugiere que Tupac Amaru probablemente quería afianzarse militarmente, juntar tropas, sondear el apoyo con el que contaba entre la población del altiplano, mucho más numeroso y consistente que el que tenía en la zona del Cuzco y alrededores. Es probable que, de paso, quisiera evitar ser atenazado por eventuales refuerzos realistas venidos desde Lima por Arequipa. Ahora bien, si ese era el caso ¿por qué se quedó más de un mes deambulando en esas regiones, y no una semana, tal como había prometido a su esposa y aliada Micaela Bastidas?
Estas no son simples preguntas que uno se hace con toda la comodidad que brinda ver las cosas en retrospectiva. En las cartas que le dirige Micaela Bastidas, esta le reprocha en tiempo real que permanezca tanto tiempo en el sur, no solo porque la ha dejado sola y teme por su propia seguridad –ella se había quedado en Tungasuca, a solo 88 kilómetros y medio del Cuzco, el cuartel general de la rebelión- sino porque las tropas realistas enviadas desde Lima se aproximaban al Cuzco y Tupac Amaru estaba perdiendo un tiempo valioso. La realidad confirmaría que sus preocupaciones estaban justificadas. Al reducidísimo margen de maniobra que le permitían sus escrúpulos y el tiempo que le dedicaba a sus cartas y a sus tribulaciones, Tupac Amaru tuvo que añadir la presencia de las tropas realistas, que atacarían las posiciones rebeldes en los alrededores del Cuzco y terminarían por capturarlo tanto a él como a su esposa.
El tenor de los comentarios siempre incisivos de Micaela Bastidas –quizá dictados a sus secretarios, pues al parecer ella era analfabeta- dejan traslucir no solo a una buena compañera sentimental preocupada por la salud y el bienestar de su amado, sino a una líder inteligente, audaz y con opiniones fuertes y propias. Uno de los grandes méritos del libro es proporcionar nuevos datos sobre su interesantísima biografía –varios testimonios indican que era, en términos de la época, una “zamba”, además de hija no reconocida de un cura de ascendencia posiblemente negra- y ofrecer nuevas luces sobre su importantísimo rol en la rebelión, que no era el de una subordinada o seguidora, sino el de una colíder. Una persona con muchísima responsabilidad, que realizaba las tareas relacionadas con la logística del movimiento, que incluían reclutar, organizar, alimentar, proveer de pertrechos de guerra y pagar a los insurgentes, e incluso sostener una extensa red de informantes y espías que la mantenían informada de todo. Era además una fuente inagotable de historias sobre españoles que cometían abusos, relatos con que atizaba el odio de los seguidores del movimiento. Muchos testimonios señalan que ella inspiraba más temor que Tupac Amaru, y que temían más indisponerse con ella que con su esposo.
Uno de estos testimonios, proporcionado por alguien cercano, es particularmente revelador. Señala que, cuando Micaela recibió la noticia de que muchos soldados realistas habían muerto en una acción militar, se puso tan contenta que regaló plata –el metal, no el dinero- y prendas de ropa al emisario que le comunicó la noticia. Luego advirtió a los presentes que, si ella y su esposo morían, que no se dejaran engañar por ofrecimientos de amnistía. Que más bien juntaran en una casa a todos los españoles, incluyendo a las mujeres y clérigos, y los quemaran. Este testimonio sobre su ferocidad no era infrecuente, lo que fue fatal en el juicio que se le realizó, y en el que ella intentó una estrategia de defensa completamente distinta de la de su esposo. Mientras Tupac Amaru soportaba la tortura con estoicismo y se negaba a revelar los nombres de aliados que no fueran ya conocidos por sus atormentadores, Micaela insistía en que había entrado a formar parte del movimiento forzada por su esposo, a quien acusó de castigarla físicamente.
Ahora bien, uno no puede dejar uno de preguntarse qué habría pasado si hubiera sido Micaela Bastidas y no Tupac Amaru quien hubiera realizado el sitio sobre el Cuzco. ¿Habría realizado la toma violenta de la ciudad? Creo que no hay pie a hacerse esta pregunta, que hacer una especulación de este tipo implicaría forzar demasiado la mano contrafáctica, pues supondría modificar un elemento estructural del movimiento, como fue su división de roles. Si bien Micaela Bastidas tenía opiniones fuertes con respecto a todo y estas eran escuchadas, su terreno era la logística y no las decisiones de carácter militar, que corrían a cargo de su esposo. Hay que incluir, además, una variable de carácter geográfico: Micaela se pasaba la mayor parte del tiempo en Tungasuca, y hubiera sido imposible que pudiera desplazarse para tomar decisiones fundamentales con relación al cerco o toma del Cuzco, que hubieran requerido su atención en tiempo real al flujo y reflujo de los hechos.
Es momento de evaluar la parte final de la especulación contrafáctica de “Si Tupac Amaru hubiese tomado el Cuzco”. En el mundo alternativo del artículo de Walker, Tupac Amaru y Micaela Bastidas abandonan el Cuzco y se retiran al altiplano, donde cuentan con una sólida base de apoyo, y forman una alianza auspiciosa con el movimiento de Tupac Katari, el líder aymara.
Pues bien, esta alianza con los kataristas efectivamente tuvo lugar, pero cuando Tupac Amaru y Micaela Bastidas ya estaban muertos. La cristalizó Diego Cristóbal Condorcanqui, primo de José Gabriel, quien tomó el relevo de la rebelión y la continuó dos años más, antes de deponer las armas.
Uno de los grandes méritos del The Tupac Amaru Rebellion es prestarle la atención debida –poco menos de la mitad del libro- a este segundo momento de la rebelión, tan o más importante que el primero, y que suele ser relegado por la historiografía, a pesar de haber durado poco más de dos años. Un momento de increíble interés no solo para el destino de la rebelión sino el de toda Latinoamérica, pues en él, a diferencia de la primera fase rebelión –que, no lo olvidemos, apenas duró cinco meses y medio- la insurgencia tuvo una real posibilidad de triunfo.
Inmediatamente después del juicio y ajusticiamiento de Tupac Amaru y Micaela Bastidas, la insurgencia se desplazó del Cuzco a Puno, cuya capital incluso fue sitiada por los rebeldes. Tal como señala Walker, ese desplazamiento trajo consigo una progresiva transformación del carácter del movimiento, el cual, de contar con un liderazgo claro y centralizado, se convirtió en una especie de coalición en la que Diego Cristóbal Condorcanqui, que se hacía llamar Diego Cristóbal Tupac Amaru, era solo uno de los líderes principales.
A Diego -primo hermano de José Gabriel por parte de padre, que en 1781 tenía 26 años- lo acompañaban Mariano Tupac Amaru -hijo de José Gabriel y Micaela, de 18 años-, Andrés Mendigure, hijo de Cecilia Escalera, prima de José Gabriel, de 17, y Miguel Bastidas, hermano menor de Micaela. Como se ve, los cuatro eran muy jóvenes, sobre todo si se les compara con José Gabriel, que en al inicio de su rebelión tenía 42 años, y Micaela, que contaba con 36. Lo cual explica muchas cosas, como se verá después.
Sobre Diego Cristóbal hay muy poca información. Una de las raras descripciones sobre él alababa su buen español hablado y escrito, su seriedad y capacidad. Otros documentos manifiestan sorpresa por el gran liderazgo que los tres demostraban a pesar de su juventud. Lo que no es de extrañar, dado que, si bien no habían detentado cargo alguno, trabajaban codo a codo con Tupac Amaru incluso antes de su alzamiento y habían participado activamente de su rebelión.
Con ellos como principales líderes, el movimiento, además de desplazarse geográficamente adquirió un carácter diferente. Dejó de tener un cuartel general asentado en un solo sitio –Tungasuca- se convirtió en nómade, una característica indispensable para un movimiento que utilizaría cada más técnicas de lo que en el siglo siguiente se denominaría la “guerra de guerrillas”. Diego, Mariano y Andrés mostraban una excepcional habilidad para este tipo de enfrentamiento, pues habían trabajado desde pequeños como arrieros de mulas por toda la región del Cuzco y el altiplano, que conocían bien, y por la que ellos y sus seguidores se desplazaban con extraordinaria rapidez.
Ahora bien, de ser un movimiento inclusivo con un claro espíritu multiclase y multiétnico en el que ciertos españoles y criollos tenían su espacio, se fue polarizando hasta terminar convirtiéndose en una máquina de asesinar a todo aquello que fuera o pareciera tener aunque fuera el más mínimo contacto con lo criollo o español. No es que Diego lo quisiera así, pero lo permitía, escarmentado quizá por las funestas consecuencias de los escrúpulos en la suerte de su primo. Lo cierto es que los realistas, en reacción especular, corrigieron y aumentaron las vejaciones de los rebeldes, con lo que se inició una siniestra competencia de crueldades en que un bando aspiraba superar al otro en el ultraje, en la tortura, en el asesinato. Esto desató una espiral de violencia en que campearon -sin distinción de gremio, edad, sexo ni raza- tormentos, mutilaciones, estupros, decapitaciones, ahorcamientos, extracciones de ojos, drenajes de sangre de la víctima (que era bebida por el victimario) y profanaciones de cadáveres, con un saldo de 100,000 muertos.
Fue en este contexto que se produjo la alianza informal entre las tropas de Diego Cristóbal Tupac Amaru y Julián Apaza (Tupac Katari), el líder aymara que lideraba una rebelión similar a la de Tupac Amaru pero en Bolivia. Ambas pelearon juntos en varios enfrentamientos contra los realistas en el altiplano peruano y boliviano. Ahora bien, aunque los dos movimientos eran una reacción a las reformas borbónicas y tenían muchos puntos reivindicativos en común, tenían claras diferencias y antagonismos. El movimiento de Katari, con la excepción de Oruro, nunca aspiró a tener el carácter inclusivo étnicamente de la rebelión tupamarista, pues desconfiaba de los extranjeros. Y no compartía ni la nostalgia ni las aspiraciones neoincaístas de Tupac Amaru, algo perfectamente comprensible, pues históricamente los aymaras eran collas, grupo étnico que fuera sometido por los incas, y con quienes tenían un resentimiento ancestral.
Es muy ilustrativo –casi metafórico- que un evento detonante de las desavenencias subyacentes entre los aliados fuera una historia de amor. Andrés Mendigure se involucró afectivamente con Gregoria Apaza, una de las más importantes lugartenientes del movimiento katarista y hermana de Tupac Katari, lo que no hizo ninguna gracia ni a Diego Cristóbal Tupac Amaru ni al líder aymara, que no veían con buenos ojos los vínculos sentimentales entre incas y collas, y trataban al Otro con recelo, cuando no con abierto odio, desprecio y/o resentimiento. A pesar de este y otros desencuentros, ambos bandos siguieron peleando codo a codo por algún tiempo, con alguna que otra ficción que era superada en aras del combate contra los enemigos comunes. Hasta que llegó el ofrecimiento de una amnistía absoluta a los rebeldes por parte de los realistas si estos deponían las armas. Una propuesta que Tupac Katari rechazó y Diego Cristóbal, después de ciertas tribulaciones, aceptó.
Por qué Diego Cristóbal aceptó esta amnistía es uno de los grandes misterios de esta rebelión, y el punto de inflexión del fracaso del alzamiento. Sin embargo, tal como se desprende de la lectura de The Tupac Amaru Rebellion, posiblemente estaba cansado de pelear y no tenía ninguna razón para seguir haciéndolo. A diferencia de José Gabriel, no tenía una plataforma clara de reivindicaciones que quisiera defender y quizá estuviera desengañado de los arrebatos impulsivos de sus compañeros y desconfiaba de sus aliados de guerra, collas al fin y no incas como él. Es posible que hubiera proseguido con la rebelión no por convicción sino por instinto de supervivencia, después de ver ejecutados o puestos en prisión a todos sus familiares. En esa circunstancia ¿qué otra alternativa le quedaba sino seguir luchando hasta morir? Una amnistía quizá le pareciera una oferta caída del cielo que no podía rechazar.
Ahora bien, si hubo ofrecimiento de amnistía fue porque los realistas estaban en serios problemas. Los rebeldes tenían rodeada la ciudad de La Paz y controlaban toda la zona del Lago Titicaca, mantenían bolsones de apoyo en Puno y los alrededores del Cuzco, y su movimiento se había extendido hasta el norte de Chile y Argentina. Quizá no lo sabía, pero Diego Cristóbal tenía prácticamente a todo el Perú en jaque. Inmediatamente después de las ejecuciones de Tupac Amaru y Micaela Bastidas, que habían sido derrotados con tropas venidas desde Lima, se envió una expedición realista a la zona del altiplano, que fracasó estrepitosamente, debido a las dificultades geográficas y al gran apoyo que tenía la rebelión en la población indígena en la zona del altiplano. El ofrecimiento de amnistía, que contó con férrea oposición de algunos partidarios de la mano dura –como el visitador Areche-, era visto como la única posibilidad de salvar al barco colonial del naufragio al que parecía destinado.
Ya llegará el tiempo en que se estudie con mayor detenimiento las circunstancias en que esta amnistía se produjo, que se esclarezca si estaban justificadas las sospechas de algunos de que Diego Cristóbal se acogió a ella solo para ganar tiempo. Lo cierto es que, al cabo de un año de haber firmado el armisticio –fines de enero de 1782-, Diego Cristóbal fue capturado -el 26 de febrero de 1783-, juzgado y ejecutado el 31 de mayo de ese mismo año. Tal como se había hecho con todos los líderes de la insurgencia, su cuerpo fue desmembrado y se envió cada miembro a los poblados importantes de la región en que había tenido lugar la insurgencia, a modo de escarmiento.
¿Qué habría pasado si Diego Cristóbal no se hubiera rendido y hubiera alcanzado la victoria? Es legítimo preguntárselo, pues el levantamiento tenía base social, una plataforma básica de reivindicaciones y un arrastre popular indudable. A diferencia del cerco del Cuzco por parte de Tupac Amaru, el fracaso de la segunda fase de la rebelión parece haber tenido que ver antes con elementos fortuitos que con factores de fondo. En todo caso, es legítimo suponer que habría sido letal para la colonia en el Perú y el Alto Perú. Aunque esto es muy temprano para saberlo, pues los historiadores recién empiezan a prestarle la debida atención a esta segunda fase de la rebelión, poblada de personajes y situaciones de gran complejidad, que serían considerados inverosímiles de pertenecer a la ficción. Y cuyas acciones tuvieron, para bien o para mal, una repercusión continental.